-Perdone padre que he pecado
-Cuanto fue la última vez que te confesaste hija?
-Nunca
-Te escucho entonces…
-Bueno...me resulta difícil comenzar porque nunca me había sucedido esto. Tengo sueños eróticos todas las noches con un hombre prohibido. Un hombre que jamás pondrá los ojos sobre mí; pero no puedo evitar desearlo con toda mi alma. Espero cada mañana verlo salir de su casa y paso el resto del día en la ventana observando todos sus movimientos. Me excita mucho padre…(Silencio)
- Continúa hija…
Con la boca contra en enrejado de madera oscura, suspira y retoma su descarga.
- Creo que lo amo padre. Imagino, muy a pesar de mi razonamiento, que me tendrá entre sus brazos sin importarle las consecuencias y me hará suya, como un adolescente hediendo a hormonas incontrolables. Sueño despierta con su boca recorriéndome desde la frente hasta la punta de mis pies. No siento culpa a pesar de todo…
- Continúa hija, continúa…
- Me tiemblan las piernas cuando lo veo pasar, transpiro, me arde la sangre y siempre termino tocando mi cuerpo cerrando los ojos y viéndolo sobre mí. Nunca estoy satisfecha, quiero más y más de esta fantasía que me quita el sueño y enciende hasta el último rincón de mis entrañas. Quiero que me posea, arranque mis prendas con su boca, sin contemplaciones, me cause dolor en la furia desmedida de la entrega. Estoy loca de deseo, loca por tenerlo en la prisión de mis muslos. Loca de amor ante la ternura de su voz…
- No has probado orar en esos momentos? – Las palabras del sacerdote sonaban temblorosas y su respiración entre cortada. Un silencio fresco y sombrío invadía la iglesia. Ella lanzaba su aliento por las pequeñas hendijas que los separaba y del otro lado, se podía oír el sonido de la sotana, como cuando se frota una gabardina con las manos. Ambos jadeaban. La oreja del joven representante de Dios, ahora estaba a escasos dos centímetros de ella.
- Lo amo padre…Lo amo desde el primer día que lo vi. Le estoy hablando a Ud señor, y que el cielo me perdone – La puerta tallada del confesionario se abrió con un diminuto chirrido y tendió una mano en señal de invitación. Ahora frente a frente, ambos empapados en sudor, dejaron caer los rosarios, la mantilla y encerrados en el breve habitáculo, él religioso extendió sus piernas para adelante con sus prendas abiertas y ella se montó sobre aquel cuerpo virgen, aferrada a esos tan deseados labios, mientras el pecaminoso goce, crecía y crecía en un galope salvaje oliendo a velas, incienso, rosas y fluidos humanos. No hubo muchas palabras…pero desde ese día y hasta hoy, no hay rincón de la parroquia donde no hayan hecho el amor y nunca más hubo necesidad de confesiones. Así siguen siendo felices...
Rita Mercedes Chio
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