miércoles, 1 de octubre de 2014

LA NOVIA Y LAS LUCIÉRNAGAS

                            
Se siente agradable la delicadeza con que, las manos de mi madre, desliza el blanco vestido de boda, desde mis pies hasta mi pequeño pecho. Revive cada volado en cada uno de sus pliegues, acaricia la seda con ademanes descendentes y suspira. No siento que ciña mi cintura como en algunos días anteriores, es más…el cierre relámpago emitió un breve sonido, como cuando abrimos un pequeño bolso de mano.
Demasiado silencio en este anochecer de enero, escasa luz en el interior del recinto y la única ventana de mi habitación, abierta de par en par al paisaje oscuro de la campiña. Allí a lo lejos, las primeras luciérnagas por arriba y por debajo de un rosado horizonte, labios de un día que acaban callando melodías cotidianas, sonidos de vida y aroma a jardines recién regados.
La lamparilla del techo, más amarilla que nunca, no deja lucir la blancura de las sedas, los encajes bordados, las perlas diminutas del rosario que acaban de poner entre mis dedos. Nadie parece feliz. Nadie entra a ver la novia en su momento más esperado. Desde una lejanía sórdida, el murmullo de cajas con fósforos, raspando la noche, buscando pabilos vírgenes, agigantan las sombras en las húmedas paredes y las hacen danzar entre humo y el olor penetrante de la cera. Han quitado el espejo…han quitado las viejas muñecas, la cajita de música y el caballo de madera donde cabalgaba la infancia. Se inclina mi madre y viste mis pies con una ternura desgarradora.
Ingresan dos señores de traje negro, serios, solemnes y hacen adustas señas para desalojar el espacio. Toman a mi madre por los hombros, ella se resiste, la trasladan hablándole al oído y veo su brazo extendido hacia mí, desapareciendo entre otros brazos, caricias extrañas, rostros amargos.
Las luciérnagas, ahora más brillantes que antes y la última mariposa de la noche, se acercan a ver como ocultan mi elegancia debajo de finas mortajas, flores silvestres, la luz ocre de los candelabros y el hedor inconfundible de los crisantemos ajados y sedientos sobre mis delgadas piernas. Tengo los ojos cerrados…El agua bendita moja mi frente, pasea por mis pestañas y cae hasta mi cuello, en forma de lágrimas. Sé que estoy bonita. Bonita para siempre…


Rita Mercedes Chio
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